Isabel Sarli
ha sido una de las estrellas más impactantes del espectáculo argentino. Fue
consagrada en 1955 como la más bella, representando al país como “Miss
Argentina” en el concurso de “Miss Universo”.
En un reportaje, recuerda Isabel
Sarli:
“En los Estados Unidos, con 'Fiebre', tuvimos un problema que nunca nos
había pasado. La Aduana no nos dejaba entrar la película por las escenas del
caballo, es decir, no permitían que se vea el sexo del caballo», cuenta la
«Coca». «Pero bueno, tampoco la querían cortar, decían que no había censura en los Estados Unidos, y que no podían cortar una
escena de una película, pero que tampoco la podían dejar entrar a su país así
como estaba. ¿Qué hacemos? Ya está programado el estreno de la película, les
dijimos: 'Vayan a otro país, la cortan, y la vuelven a traer'. Armando tenía un
socio en Panamá, donde habíamos filmado 'Desnuda en la arena'. Fuimos a Panamá,
cortamos esa escena ahí, volvimos con la película y entonces nos dejaron entrar
sin problema. Pero en el cine del estreno, al dueño se le ocurrió hacer una
marquesina gigante con un caballo, con una lamparita que se le prendía al
caballo, ¡¡¡justo ahí!!! ¡Fue un escándalo!» y las risas de la «Coca» al
recordar el episodio ayudan a omitir todo detalle ulterior al respecto.”
(Ámbito Financiero, 4/1/2008; http://www.ambito.com/diario/379182-los-viajes-de-la-coca-sarli). La cita refiere al
film argentino “Fiebre” de 1970, dirigido por Armando Bó y protagonizado por la
actriz que relata, quienes fueron sistemáticamente perseguidos en su tierra
natal, acosados por una censura de carácter oficial, promovida por
representantes de la iglesia católica.
La tradición
cultural occidental tiene como referente ineludible a Europa, un lugar que a
pesar de algunas contradicciones, el arte y la literatura crecieron sin ataques
morales de mayor importancia. Salvo durante eras de regímenes autoritarios, los
creadores no vieron limitadas sus expresiones. Gracias a lo cual, hasta hoy
podemos disfrutar de sus obras.
En América, la
cuestión no ha sido tan sencilla. Tanto el protestantismo en el norte, como el
catolicismo en el sur, han hecho valer sus concepciones morales a lo largo de
la historia. En el sur las reiteradas dictaduras tomaron los conceptos de la
libertad artística como sinónimo de
cuestiones a combatir.
En Argentina
esto se llevó a la práctica de forma que oscilaron entre lo ridículo y lo
patético. Está de más decir que varias generaciones presenciaron expresiones de
arte “higienizadas” según el criterio de los censores, y en muchos casos
inhibidos de presenciarlas por prohibición total. Desde la ópera “Bomarzo”,
pasando por films como “Teorema” o “La jaula de las locas” que no conseguían
permiso de exhibición, o instalaciones como la de un baño público del artista
plástico Roberto Plate.
Más atrás en
el tiempo, en la década del cuarenta, un afán purista del idioma consideró
ofensivo el lunfardo, llegando a objetar sketchs cómicos y hasta tangos en los
que sus autores debían cambiar términos como “mi viejita” por “mi madrecita”.
Este panorama
solía tener iguales consecuencias en otros países latinoamericanos con
gobiernos autoritarios, que siempre actuaban con principios “sanitarios” frente
a las expresiones artísticas. Y los más populares, como el cine, la radio y más
tarde la televisión fueron los más afectados. Está de más decir que no se
detenían frente a nada, y así como se les agregaba sin avergonzarse taparrabos
a los caballeros en bolas de los murales clásicos, se escondían las ninfas
desnudas de la fuente de Lola Mora en la Costanera, o se mandaba a depósito la
grácil niña sin ropa en pose supuestamente provocativa del Parque Rivadavia (y
hoy ya restaurada).
Los milicos tenían
todo el poder, y contaban con el aval de religión oficial, que tenía sus
representantes oficiales en las comisiones de limpieza y desinfección en nombre
de la moral cristiana y las buenas costumbres burguesas.
Otra fue la historia
en Estados Unidos, un autodeclarado baluarte de las libertades individuales,
por lo que la censura no pudo practicarse sino en forma encubierta. El “Código
Hays”, un papiro regulatorio para todo el cine americano, determinaba los temas
“a tratar” y su extensión. Es decir que exponía la expresa desaparición de
ciertas cuestiones, y cuando no podía hacerlas desaparecer, las limitaba. Como
la duración que tenían que tener los besos, su intensidad y el tipo de
formulación que debían alcanzar. Pero: ojo, nadie podría decir que esto fuera
censura: se las arreglaron para que el código fuera desarrollado por los
propios productores de films, asociados en una cámara, en realidad digitada por
Mr. Hays, no casualmente un político. Este tipo de restricciones tan minuciosa
fue el marco en que debieron filmarse todas las películas (algunas de ellas hoy
clásicos del cine hollywoodense) entre 1940 y 1960. Un tipo de censura que en
el presente denominaríamos, con más propiedad, como obligada “autocensura”.
William Hays,
un diácono de la iglesia presbiteriana norteamericana, antes de lograr la
presidencia de la organización que nucleaba a productores y distribuidores de
cine, había sido presidente del Partido Republicano y funcionario del gobierno.
Y fue el encargado de ser el censor de un país “libre y sin censura”. Sólo
“regulaciones autoadministradas por sus propios productores”. Un flor de
eufemismo.